Archivo de enero 2013

27
Ene
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27 de enero: virus recrudece

Virus recrudece

Poco antes de morir, Hervé Guibert escribió un breve diario sobre sus últimos días de hospitalización a causa del sida. Citomegalovirus es parte de una obra autobiográfica, un enorme ejercicio de autoobservación, donde la enfermedad mortal de fines del siglo XX dejaba traslucir las huellas más profundas en los cuerpos y las mentes de los hermosos y malditos de entonces, los herederos de una tradición romántica donde la sangre, la muerte joven y el malogro convivían en tensa relación

 Por Juan Pablo Bertazza

En la propia mecánica, en la misma esencia de la enfermedad, late una sintaxis, una traslación, una metonimia: una enfermedad que no daña por sí misma sino por los efectos de la inmunodeficiencia que genera, volviendo el organismo vulnerable a la hora de combatir las infecciones. Cuestión de defensas, bajas defensas. Todo empieza con un virus silencioso que se transmite subrepticiamente a través de fluidos, atravesando los misterios de la carne, la sangre y el sexo; básicamente, el contacto humano. En la actualidad, después de muchas vueltas, se la combate con un cóctel de unos medicamentos que –en inadvertido homenaje a los años ’80– se denominan antirretrovirus.

De la misma forma, y tal vez como ninguna otra enfermedad, el sida desde siempre ha trascendido el ámbito médico y sanitario, constituye en muchos sentidos un abismo cultural, una extensa y diversa radiografía de época, la instantánea de una forma de vida reactiva, vertiginosa y sin concesiones. Y es, ya lo dijo Susan Sontag, una enfermedad prolífica, una enfermedad fértil, una enfermedad plagada de metáforas.

Si bien Hervé Guibert –otro exponente, como Rimbaud, como Bernard-Marie Koltès, de esa máquina aparentemente inagotable generadora de enfant terribles y hermosos y malditos que es la literatura francesa– se ocupó de desentrañar y denunciar las manipulaciones y miserias de médicos, laboratorios farmacéuticos y gobiernos en su hipócrita lucha contra el sida en los ‘80 y los ‘90, fue también un escritor que supo ocuparse de ese otro lado de la enfermedad: ese lado oscuro por desconocido o difícil de aprehender, pero lúcido y radiante por lo que puede aclarar. Al amigo que no me salvó la vida, escandaloso libro sobre su propio vínculo con el sida, pero también acerca de la agonía de su amante, Michel Foucault, lo convirtió en un autor de culto leído con incontinencia y masividad. Y constituye el primer libro de la trilogía compuesta también por El protocolo compasivo y El hombre de sombrero rojo, que junto a El pudor o el impudor, película que realizó poco antes de morir, constituyen extraordinarios aportes a la hora de describir en todo su esplendor la enfermedad.

De la misma forma, si bien el título de Citomegalovirus –una de las enfermedades oportunistas más frecuentes tras la pérdida masiva de linfocitos T y cuyo efecto más temible puede ser la ceguera– parece hacer hincapié precisamente en el aspecto médico de la enfermedad, este diario de hospitalización de Guibert profundiza y, sobre todo, ilumina la otra cara: el sida como icono del arte y la rebeldía; el sida como principal agente de la muerte joven, la forma de muerte que más hace latir el pulso de la vida.

Valioso también por ser uno de los últimos testimonios de su vida, Citomegalovirus había tenido una publicación anterior en nuestro país, en el año 2000 (la edición original en francés es de 1996; Guibert había muerto en 1991), preparada y traducida por Sergio Olguín para la mítica Vian ediciones, el ala libresca de la siempre vigente V de Vian. Ahora, reemplazando el anterior subtítulo de Diario de guerra contra el sida por el más formal de Diario de hospitalización, es rescatado y traducido por Diego Vecchio. Un diario de hospitalización que es, al mismo tiempo, un diario de guerra. En esa aparente contradicción respira, y a veces agoniza, y a veces se ahoga –pero siempre con una reserva de oxígeno conmovedora– este diario, este libro: “Una vena que se rompe tal vez sea algo muy bello: chorro que mancha todo, ramillete de sangre, fuego de artificio púrpura”.

Su escritura fragmentaria, casi epigramática, de corto pero intenso aliento, parece constituir la traducción verbal del flash fotográfico, uno de los grandes oficios de Guibert que, además de fotógrafo, trabajó como crítico fotográfico durante ocho años en Le Monde y reflexionó sobre su arte en el libro La imagen fantasma (concepto con el que definió esa imagen reprimida, pero siempre latente, de aquello que se quiere y, al mismo tiempo, se evita fotografiar).

Y para que nada falte, Guibert también inspiró a otros fotógrafos como modelo hasta que empezó a negarse a ser fotografiado una vez que su enfermedad comenzó a avanzar. Y, aunque muchas veces lo pensó y a punto estuvo de proponérselo a amigos fotógrafos y pintores, nunca posó desnudo. De hecho, esa negativa aparece en este libro al igual que una de las grandes amenazas de su tratamiento, que era precisamente la posibilidad de dejar como secuela la pérdida de la vista.

Cada una de sus descripciones, cada una de sus observaciones tiene más luz, colores y perspectivas que linealidad sintáctica, hay incluso una gradualidad en lo que refiere a los niveles de transparencia y opacidad que caracterizan al fraseo de este libro. Esa poética fotográfica del sida incluye, por supuesto, el propio ámbito médico que Guibert atraviesa con una mirada punzante: expresando sin tapujos sus simpatías y rechazos hacia médicos, enfermeras y auxiliares, radiografiando sus taras y su capacidad humana, haciendo constantes descripciones de la luna (“La luna va pasando lentamente de una ventana a la otra. Hay una zona entre las dos en que se vuelve invisible”) y también del sufrimiento (“el sufrimiento de los pacientes de camas vecina por momentos se vuelve propio”, o “Es curioso. Cuando el médico le inflige al paciente un sufrimiento intenso, se crea un sentimiento de amor y de respeto que en mi opinión es recíproco. El sufrimiento tiene algo de sagrado. El médico que hace sufrir y el paciente que sufre se convierten en cómplices”.)

Efímero pero contundente, como las vidas de muchas de las víctimas del sida (el propio Guibert falleció a los treinta y seis años), Citomegalovirus constituye una especie de Big Bang de una tradición que encuentra también claros representantes en nuestra literatura. Una obra en la que más que hablar de una enfermedad, se exploran los intersticios entre la vida y la muerte, las fronteras entre el horror y lo sublime. Las grietas entre lo conocido y lo incognoscible.

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4930-2013-02-02.html

25
Ene
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25 janvier: il met en scène ses funérailles

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25
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25 janvier: résidence au Carré, Chateau Gontier

mr-kreg-ouestfrance

 

18
Ene
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18 de enero: reflejo vital

El reflejo vital

por Pablo Pérez

Se acaba de editar en Argentina Citomegalovirus, el diario en tiempos desahuciados escrito por el escandaloso Hervé Guibert, autor de El amigo que no me salvó la vida, aquel libro emblemático de los noventa en donde revelaba que Michel Foucault había muerto de sida. La lectura actual, a la luz de los nuevos tratamientos, permite darse los lujos de reconstruir la historia de aquellos años y hacer odiosas comparaciones.

El diario de un enfermo a punto de quedarse ciego o morirse podría no ser una lectura placentera, hay que estar decidido a enfrentarlo. Sin embargo, Citomegalovirus tiene un encanto que excede la temática y es tal vez por la gran pluma de Hervé Guibert que, mientras escribe, es consciente de los efectos que podría provocar en un lector: “No sé si escribiendo este diario de hospitalización actúo bien o mal. Tengo la impresión de que hay escritores que nos hacen bien, como Hamsun, Walser, Handke, y hasta paradójicamente Bernhard en la dinámica de su genio de escritura. También están los que nos hacen mal, como Sade, por supuesto, ¿Dostoievski? En este momento preferiría pertenecer a la primera categoría”.

L’enfant terrible

Hervé Guibert, escritor, fotógrafo y cineasta, comienza a publicar desde muy joven, mucho antes de que la epidemia del sida comenzara y cuando en Francia aún era penalizada la homosexualidad, una época en que “literaturas del yo” o “autoficciones” eran bastante mal consideradas y no tan frecuentes como lo son hoy: “¿Por qué diablos no se terminará de juzgar el narcicismo? —se defenderá Guibert desde las páginas de L’image de soi, ou l’injonction de son beau moment (La imagen de sí, o la orden de su mejor momento) un libro de fotografías publicado en 1988—. ¿Cómo un sustantivo encantador y serio pudo volverse tan trivialmente peyorativo? […] Lo que se denigra como narcicismo, ¿no es acaso el menor de los intereses a los que uno debe dedicarse, para acompañar a la propia alma en sus transformaciones?”.

Guibert desafía a la muerte desde su primera novela autobiográfica, publicada en 1977, cuando tenía apenas 21 años: en La Mort propagande (La muerte propaganda), describe momentos de alto voltaje erótico, escatológico y violento, además de fantasear con su propia autopsia. Pero es más adelante que desatará el mayor escándalo, tras la aparición, en 1990, de su novela A l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie (Al amigo que no me salvó la vida), donde no solo hace pública su seropositividad, sino que además revela que su amigo Michel Foucault, a quien la mayoría de sus conocidos supo reconocer tras el nombre del personaje Muzil, murió de sida. Son muchos los que tras esta publicación cuestionaron a Guibert y lanzaron el debate acerca de lo que en literatura se puede decir y lo que no, acerca de la vida privada de las personas, sobre todo los que consideraban (y aun hoy consideran) el sida como una enfermedad vergonzante, que implica la homosexualidad o la adicción a las drogas de quienes la padecen. A pesar de los retrógrados, las autoficciones referidas al sida serán cada vez más frecuentes en Francia, las encontramos, por ejemplo, en autores como Guillaume Dustan y Didier Lestrade, que también hacen públicas su homosexualidad y su seropositividad y entre los cuales se genera un fuerte debate: Dustan pregona su preferencia por el bareback, y Didier Lestrade, desde su escritura militante, levanta las banderas del sexo protegido.

El primero y el último

Citomegalovirus. Diario de hospitalización es el último libro escrito por Hervé Guibert, publicado post mortem en París, y su primera obra publicada en Argentina por Beatriz Viterbo, traducida con excelencia por el escritor argentino residente en París, Diego Vecchio, autor de Historia calamitatum, Microbios, y Osos.

Se trata de un diario breve, escrito durante su internación en un hospital del conurbano parisino entre el 17 de septiembre y el 8 de octubre de 1991, debido a una infección por citomegalovirus (una de las enfermedades oportunistas más frecuentes en personas viviendo con sida, antes de la aparición en 1996 de la triterapia antirretroviral). Hervé Guibert recurre a la escritura como si se tratara de un antidepresivo, como una manera de “ritmar y hacer pasar el tiempo”. Escribir le resulta más fácil que leer, dado que la visión de uno de sus ojos se encuentra ya afectada por el citomegalovirus. La geografía donde transcurre el texto es restringida: el hospital, la sala de terapia intensiva, su cuarto y una ventana que es, además de algún llamado telefónico, su único contacto con el mundo exterior. Desde allí contempla el cielo, el despegue de los aviones y, a lo lejos, la ciudad de París. A pesar de los estrechos límites, allí todo puede ocurrir, la vida, la ceguera, la muerte: “Hoy conocí la habitación donde tal vez voy a morir. Aún no logro sentirme a gusto”. Las notas que Guibert toma son párrafos breves; en algunos casos, frases nominales que apunta como si tomara fotografías por escrito “Muchos hombres, de todas las edades, hablando solos, gesticulando. Los viejos, en pijama y bata. Los jóvenes, a menudo, torso desnudo, bajo una camisa o chaqueta desabotonada”. La trama, sencilla, se centra en la posibilidad de perder la vista, una perfusión permanente que a veces gotea y a veces no, un pie de suero con las ruedas trabadas que le impide moverse libremente y que por más que se queja no logra que las enfermeras reemplacen, el dilema de si tomar o no los antidepresivos. La galería de personajes con los que Guibert interactúa es rica y llena de matices. “Una estadía en el hospital —escribe— es como un viaje muy largo, en que se asiste a un desfile ininterrumpido de personas y rituales, para hacer pasar el tiempo.” Están los buenos y los malos, “como en un cuento de hadas”, desde la enfermera sádica que lo asusta con una inminente inyección en el ojo, hasta el enfermero amable en quien encuentra un interlocutor con el que dar rienda suelta al humor: “‘Dígame, ¿dónde mete usted todos los termómetros que le dejamos?’, me preguntó el chico grandote, lindo, con un brillante minúsculo en el lóbulo de la oreja. ‘Me los como’. Me dijo: ‘¡Usted es un adicto al mercurio!’”.

No es fácil explicar por qué Citomegalovirus resulta un libro agradable de leer. Poco tiempo después de terminarlo y corregirlo, ante el deseo de morir con dignidad, en una época en que el deterioro físico a causa del sida solía ser irreversible, Guibert optó por el suicidio. Tenía 36 años. Con la perspectiva que nos da el paso del tiempo, al leerlo nos encontramos con un valioso documento sobre cómo era vivir con sida en los años ’80 y ’90, antes de que gracias a los nuevos tratamientos pudiera transformarse en una infección crónica. Guibert, asediado por las dolorosas complicaciones del sida, nunca abandonó su actitud desafiante, nunca dejó de ser un “enfant terrible”.

Citomegalovirus.
Diario de hospitalización
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Beatriz Viterbo Editora
2012

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-2780-2013-01-18.html




Autor/Auteur

DIEGO VECCHIO, Buenos Aires, 1969. Reside en Paris desde 1992.

Publicó "Historia calamitatum" (Buenos Aires, Paradiso, 2000), "Egocidio: Macedonio Fernández y la liquidación del yo" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2003), "Microbios" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2006) y "Osos" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2010).

Contacto: dievecchio@gmail.com

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