Antes de irme a dormir, Anabear me contó esta historia :
«Erase una vez un osito que tenía un hocico muy puntiagudo y unos ojitos tan vivarachos que eran la envidia de todos los osos de peluche : ningún botón de botín brillaba tanto. Vivía en el fondo de un bosque y pasaba horas contemplando los árboles y los abejorros.
Por la mañana comía miel : los osos son bastante tradicionales.
De vez en cuando pedía permiso a su madre para ir a visitar a su abuela, una osa muy gruñona que siempre estaba protestando. Era como una letanía, un murmullo venido de otro siglo. Corría el rumor de que en su juventud había conocido, en un país remoto, lleno de ritos extraños, a unas brujas que le habían enseñado su lenguaje misterioso y algunos hechizos. También sabía palabras encantatorias.
El osito se sentaba a sus pies, en una sillita baja y ella empezaba su murmullo y le gustaba no comprenderlo todo, le gustaba ver cuando se volvían dulces las palabras y notar como, de pronto, se volvían ácidas. Mientras estas dos sensaciones invadían su paladar mental, observaba como su abuela iba hasta la alacena en busca de algún pastel. Y venía con un frasco de mermelada de frutilla o frambuesa, que acababa de preparar especialmente para él, a pesar de que siempre se trataba de una visita imprevista. La abuela osa le decía que recogía estas frutas al lado de su cabaña. Pero el osito nunca había visto nada al lado de la cabaña, a no ser zarzales. Era otro misterio que por cierto no quería resolver. A ese osito le gustaba lo misterioso, le gustaba imaginar que las cosas llegan sin que se las espere o porque se esperaron.
Un día, al llegar, la encontró mirando, melancólica, un álbum de fotos. En una de estas fotos, un poco borrosa, muy vieja y gastada, se veía un grupo de osos con caras tristes y sonrisas forzadas, esbozadas para el fotógrafo por pura cortesía. En el grupo se destacaba una osa joven, bien plantada, con el cuerpo ligeramente erguido, como si estuviera diciéndole al fotógrafo (o al mundo entero, al mar, al cielo): « En mí, entra toda la voluntad. No le tengo miedo a nada porque mi fuerza está en este osito, que tengo a mi lado ». No estoy segura, pero creo que en la foto los osos estaban en un bote. Lo que no sé es de qué país venían.
El osito reconoció en aquella joven osa la mirada de su abuela —porque las miradas nunca cambian, es lo único que no cambia a lo largo de la vida— y también se reconoció a sí mismo en aquel otro osito temeroso : en la forma de mirar así, muy fijo. Mucho más tarde, alguien le preguntaría : « ¿Por qué miras así ? » Y el respondería : « Por culpa de la miopía, soy un oso-topo ». Pero sé que no es verdad. Mira así de fijo porque sus ojos tienen la capacidad de escudriñar todas las zonas que quedan sin descubrir, como la lámpara de un vigía, un faro marino. Los faroles y las linternas bajo la nieve se parecen al ojo de un cíclope que lo ve todo.
El osito no sabía todavía que en aquellas letanías apenas comprensibles, la abuela le estaba diciendo que un día él también se embarcaría en un bote y saldría de viaje.
Y los regresos son, como el tiempo que pasa, inciertos, indecisos.
Me hubiera gustado que aquella abuela le hubiese murmullado que cuando una Anna muere, otra nace. Estoy segura de que aquella abuela osa, en aquel valle, que nunca veré, lo pensó : porque así lo quiero yo. Es imposible que esta historia sea diferente : soy yo quien la está escribiendo.»
Et avant d’aller me coucher, Eric m’a dit :
« Celui qui voit sent qu’il voit, celui qui écoute sent qu’il écoute, celui qui marche sent qu’il marche ; et pour toutes les autres activités, il y a quelque chose qui sent que nous sommes en train de les exercer ; de sorte que si nous sentons, nous nous sentons sentir, et que si nous pensons, nous nous sentons penser, et cela c’est la même chose que se sentir exister : exister signifie en effet sentir et penser.
Sentir que nous vivons est doux en soi, puisque la vie est par nature un bien et qu’il est doux de sentir qu’un tel bien nous appartient.
Vivre est désirable, surtout pour les gens de bien, puisque pour eux exister est un bien et une chose douce. En «con-sentant», en «sentant avec», ils éprouvent la douceur du bien en soi, et ce que l’homme de bien éprouve par rapport à soi, il l’éprouve aussi par rapport à son ami : l’ami est en effet un autre soi-même. Et comme, pour chacun, le fait même d’exister est désirable, il en va de même (ou presque) pour l’ami.
L’existence est désirable parce qu’on sent qu’elle est bonne chose et cette sensation est une chose douce par elle-même. Mais alors pour l’ami aussi il faudra «con-sentir» qu’il existe et c’est ce qui arrive quand on vit ensemble et qu’on partage des actions et des pensées. C’est en ce sens que l’on dit que les hommes vivent ensemble et non pas, comme pour le bétail, qu’ils partagent le même pâturage… L’amitié est en effet une communauté, et, comme il en est ainsi pour soi-même, il en va aussi pour l’ami et tout comme, par rapport à soit, la sensation d’exister est désirable, ainsi il en ira pour l’ami. »
Aristote, L’éthique à Nicomaque, livre IX, « L’Amitié ».