Archivo de abril 2008

29
Abr
08

20 de abril: caja espantasueño

Punto de impacto (cordón)

Colección privada (Oliverio Coelho)

20
Abr
08

20 avril: l’ours et l’enfant (vidéo)

Tricot Machine : L’OURS

Mori Chack: GLOOMY BEAR & PITTY

20
Abr
08

20 avril: l’ours et l’enfant (livres)

17
Abr
08

18 de abril: cof cof cof…


07
Abr
08

7 avril: l’ours en peluche de Pierre Guyotat

« Une nuit, je m’éveille en sursaut dans le petit lit de ma chambre, mon ours en peluche gris, posé sur le lit d’à côté prévu pour la naissance de mon frère, me regarde : la lumière du réverbère du quai, et de la Lune, qui filtre au volet, fait briller ses yeux de verre ; l’ami devient ennemi. Cris, halètements, tremblements. Notre mère vient me prendre dans ses bras, puis dans leur lit, me dépose entre elle et mon père qui dort entre deux accouchements en montagne. Je reste plusieurs nuits dans ce qui chauffe et sent comme le saint des saints.
L’ours, même caché dans le fond de l’armoire et gardé pour le frère à naître, ne cesse de me faire peur, comme le témoin d’une phase archaïque périmée de ma toute petite vie, que je rejette déjà – tout ce qui est passé est inconscient, donc nul et non advenu -, le témoin muet de mes balbutiements, et de mes pratiques, et de mes rêves aussi, de mes petites prières nocturnes, le sourd-muet qui veut toujours en savoir plus. Est- ce aussi la découverte que les animaux nous jugent, nous, qui les chassons, qui les capturons, les tuons ? »

Pierre Guyotat, « Formation »

04
Abr
08

Sábado 4 de abril: Lectura de «El Ogro de la rue Jouy»

La señora Adler dio por terminada aquella conversación y se alejó de aquellas dos mujeres con gran alivio, advirtiendo que la multitud que se había congregado un rato antes ya se había dispersado. Lo que acababa de oír, pero sobre todo lo que acababa de decir, le habían minado el ánimo. ¡Esperar un mes! ¡Seis meses! ¡Un año! ¡Sin desesperar! Sabía que le resultaría difícil pasar otra noche sin dormir. Pero no había que desalentarse.
Profundamente desalentada, la señora Adler comenzó a deambular por la tienda, sin rumbo fijo, buscando la salida. Por un instante, había creído encontrar una solución. Pero la ilusión se había desvanecido en un instante. Ya no daba más. Sus reservas de madrenalina, la gasolina que le permite a una madre ser una buena madre, estaban agotándose inexorablemente. Lo sabía y su cuerpo no dejaba de hacérselo saber. Le dolían no solo los músculos, sino también las vértebras. Y no solo las vértebras, sino también los nervios. Su esqueleto era un grito. No hay nada más terrible para una madre que un niño que no puede dormir o que duerme mal, noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes, año tras año.
Dentro de unas pocas horas, volvería a ocurrir lo mismo. Acostaría a Cindor y le daría el beso de las buenas noches. Pero ni bien hubiera dado un paso hacia la puerta, Cindor estaría llamándola, invocando cualquier pretexto: que tenía sed, que le dolía la garganta, que estaba muy oscuro. Le traería un vaso de agua, le daría una cucharada de jarabe, encendería en la habitación un velador con una luz azul. Aún así, cuando fuera a darle el segundo beso de las buenas noches, Cindor le tomaría la mano, para que no lo dejara. Permanecería a su lado, estrechándole la mano, durante unos minutos que le parecerían siglos. Cindor iría cerrando los ojos, muy lentamente, hasta dormirse. Iniciaría la retirada, en puntas de pie, plegando la pierna derecha y luego la izquierda, sigilosamente, tratando de no hacer ruido. Al llegar a la puerta, Cindor abriría los ojos y le diría: “Maaaa, no te vayas”. Algo, como siempre, resistiría al cansancio y lo mantendría tenazmente despierto. En vez de atracción, el sueño ejercería una repulsión, como si la noche albergara algo de insoportable, de intolerable, de sobrecogedor para su hijo. Se sentaría a su lado de nuevo y se pondría a contarle un cuento y luego otro cuento y luego otro cuento, antes de darle el tercer beso de las buenas noches y el cuarto y el quinto y así sucesivamente, hasta una hora avanzada de la madrugada, cuando comenzaran a cantar los pájaros.
Y ahí estaba, vagabundeando, como un alma en pena, entre juguetes, mareada, tambaleante, cansada con un cansancio mayúsculo que daba la vuelta al círculo del cansancio, formando una espiral cada vez más cerrada, que se acercaba al cero del agotamiento absoluto: el tanque de madrenalina vacío. Tuvo la impresión de que en cualquier momento tropezaría y que al caerse, se quebraría en mil pedazos.
¡Y por poco se tropieza y se cae! Acababa de llevarse por delante un canasto de mimbre, pintado de blanco, atiborrado de juguetes. Era el canasto de las ofertas. No pudo refrenar el impulso de mirar y revolver. Siempre le pasaba lo mismo cuando entraba a un negocio en la época de los saldos, aunque no tuviera nada que comprar. Siempre se pueden hacer excelentes negocios. La semana pasada había comprado, por nada, zapatos para toda la familia.
Hundió la mano en el canasto y empezó a sacar muñecas, títeres, talkie walkies, un camión cisterna, un auto fórmula uno, una pelota de fútbol, dos guantes de boxeo, un barrilete. De pronto, las yemas de sus dedos rozaron algo, que le dio cosquillas. Al tocar aquel objeto, tuvo la impresión de que aquel objeto también la tocaba, como si estuviera dotado de vida. Intrigada, la señora Adler hizo remontar aquella forma a la superficie.
Del canasto, emergieron dos orejas redondas y peludas y después dos ojos diminutos, muy negros, que miraban al mundo con terror. Después asomó un hocico que terminaba en una enorme nariz. Y después, un cuerpo regordete, ligeramente jorobado, de pelo ultrasuave, con patas articuladas y garras acolchadas. De la cola, que en realidad era una oreja cocida al revés, colgaba una etiqueta que decía… La señora Adler, que no llevaba puestos los anteojos, leyó, no sin dificultad : « Otto, el oso que no puede dormir porque tiene miedo a la oscuridad. 100% poliester. Lavable a máquina a 30°”.
No lo podía creer. Tenía entre sus manos nada más ni nada menos que un oso de peluche “Sueño feliz”. Ahora que estaba ante uno de estos oso en carne y hueso —y no en palabras o en imagen— comprendió que los elogios de la vendedora hacia Chung Won no habían sido exagerados y que la ansiedad —y en algunos casos la avidez— de los padres era totalmente justificada. Las palabras y las imágenes eran incapaces de dar una mínima idea de aquello que estaba percibiendo en aquel mismísimo momento con sus dedos y con sus ojos. ¡Era maravilloso! ¡Verdaderamente maravilloso! Nunca había visto otro oso semejante. ¡Esos ojitos de oso desvelado! ¡Esa trompita! ¡Esas patitas! ¡Y lo mejor de todo: la colita en forma de oreja!
Era la madre de hijo insomne más feliz del mundo. Mientras las otras madres se habían ido de aquella tienda con las manos vacías, más desesperadas que al llegar, ella había tenido la suerte de encontrar, por un feliz azar, en aquel canasto un oso de peluche “Sueño feliz”, con todo su potencial somnífero intacto, dispuesto a actuar aquella misma noche sobre su hijo. ¡Estaba totalmente convencida!
Sin tiempo que perder, la señora Adler fue a buscar a la vendedora.
— Quisiera saber cuánto cuesta Otto…
— ¿Otto? ¿Qué Otto?
— El oso que no puede dormir porque tiene miedo a la oscuridad.
— En nuestro catálogo “Sueño feliz”, no hay ningún oso llamado Otto. ¿De qué me está hablando? Existe un oso que no puede dormir porque tiene miedo a la oscuridad. Pero se llama Bernardino. ¿Acaso se refiere a Bernardino?
La señora Adler exhibió el tesoro que acababa de encontrar. A la vendedora se le descompuso la cara.
— ¿De dónde sacó eso?
— Del canasto de las ofertas.
— ¿Del canasto de las ofertas? ¿De qué canasto me está hablando?
— De aquel canasto — dijo la señora Adler, señalando a su izquierda.
— ¿En aquel canasto de mimbre blanco? ¿Estuvo mirando los juguetes que se encuentran en aquel canasto? ¿No sabía que solo tiene acceso a aquel canasto el personal autorizado? ¿No le dije que se dirigiera a la estantería de osos de peluche “Sueño feliz”?
— Sí, pero ya no quedan más.
— En ese caso, habrá que esperar a que llegue el próximo cargamento, como todo el mundo.
— Pero no puedo esperar más.
—No es la única madre con un hijo que no puede dormir. No le queda más remedio que esperar. Para hacer más amena la espera, puede comprar algún otro accesorio, complemento perfecto de nuestros osos de peluche “Sueño feliz”. Tenemos en nuestra sección discoteca una amplia selección de música clásica para relajar a los pequeños insomnes. También puede darle una ojeada a nuestra sección luminarias, donde se encuentran lámparas con pantallas multicolores, que proyectan sombras de animales contra la pared. No resolverán el problema, lo reconozco. Pero al menos le ayudarán a sobrellevarlo de una manera más amena.
— No perdamos más tiempo. Quiero a este oso. ¿Cuál es el precio?
— Ninguno.
— ¿Qué quiere decir?
— Quiero decir que este oso no está en venta.
— ¿Cómo que no está en venta? Estoy dispuesta a pagar lo que sea. Oyó bien: lo que sea. Dígame un precio. Quiero a este oso. A cualquier precio.
— Le repito una vez más: este oso no tiene precio. Lo que Usted llama el canasto de las ofertas es en realidad una morgue.
— ¿Una morgue?
— Una morgue de juguete. Los juguetes que se encuentran en ese canasto llegaron con algún defecto letal de fabricación. Dentro de algunas horas, serán enviados a sus respectivas fábricas de origen, donde serán transformados en pulpa de juguete. Con dicha materia podrán fabricarse nuevos juguetes que brindarán a nuestros niños una felicidad sin fallas. ¿Acaso no es esta la misión de un juguete: darle a nuestros niños una felicidad sin defectos?
— Que yo sepa, este oso no tiene ningún defecto.
— Se equivoca, señora Adler.
La vendedora le arrebató el oso de las manos y se puso a examinarlo, como si fuera un buitre picoteando la carcasa de un cervatillo.
— Mire aquí : hay un ojo más oscuro que el otro. Y mire aquí: la lengua está deshilachada. Y si esto no fuera poco, observe este defecto fatal en la costura: en cualquier momento se le abre la panza y pierde el relleno.
— ¡Pero son defectos insignificantes!
— Ningún defecto es insignificante, señora Adler. Uno de los objetivos de nuestra juguetería es asegurarles a nuestros clientes productos de primerísima calidad. No conozco a ninguna madre, digna de este nombre, capaz de regalarle a su hijo un juguete con defectos de fabricación.
La vendedora le devolvió el oso.
— Por favor, deje esto en el lugar donde lo encontró. Y ahora discúlpeme. Hay otras personas que están esperando.
La señora Adler se dio vuelta y descubrió una cola que había estado formándose, imperceptiblemente, mientras hablaba con la vendedora, a sus espaldas. Sintió vergüenza.
Se puso a caminar mecánicamente, como si le hubieran dado cuerda, avanzando un pie y luego otro, balanceando las manos, con el cuerpo erguido, en equilibrio, mientras que en el interior de su cráneo, resonaban, a todo volumen, las palabras que acababa de escuchar.
Cuando quiso acordarse, estaba frente al canasto de las ofertas (se negaba rotundamente a hablar de morgue). Advirtió que le era imposible desprenderse de aquel maravilloso oso de peluche. O tal vez aquel extraordinario oso de peluche no podía desprenderse de ella.
¡Estaban imantados!
Durante un instante, se quedó paralizada. De pronto, sin saber lo que estaba haciendo, giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro, para percatarse de que nadie la veía y cometió por primera —y espero— última vez en su vida un robo.
La señora Adler nunca pensó que sería capaz. Fue muy simple. Mucho más simple de lo que se hubiera imaginado. ¡A veces es tan fácil robar en una juguetería! ¿Ya lo intentaron? No hay que pensarlo demasiado. Solo hay que hacerlo. Lo más rápido posible. Y la señora Adler, sin pensar demasiado, lo hizo en un abrir y cerrar de ojos. En vez de dejar al oso en el canasto, abrió su cartera, dejando escapar un vaho de aspirina, monedas y cosméticos. Lo introdujo con un gesto rápido, en el que no se reconocía. Para que entrara, tuvo que torcerle las patas y aplastarle el hocico, a la manera de un oso de peluche africano. Sobresaltada, la señora Adler corrió el cierre relámpago, temiendo haber llamado la atención. Miró de nuevo hacia un lado y hacia el otro. Pero nadie se había fijado en ella. El oso entraba justo en su cartera. Si las orejas hubieran sido más grandes, si el hocico hubiera sido un poco más puntiagudo, si las patas hubieran sido más alargadas, la operación hubiera resultado imposible.
Se encaminó hacia la salida, con pasos rápidos, como si nada hubiera pasado, aunque es necesario reconocerlo, no sin cierto nerviosismo. Intentó concentrarse en la puerta. No. Mejor era pensar en otra cosa. Se dio cuenta de que el instante en que pondría un pie en el umbral de la juguetería sería decisivo. Aceleró el paso. Tenía por delante un trayecto de por lo menos diez metros. Era optimista. Se dijo que cruzaría aquella puerta sin el más mínimo problema. Nadie se había dado cuenta de nada. Ninguno de los vendedores se había fijado en ella. Ninguno de los espejos había reflejado su imagen, ocultando a un oso de peluche en la cartera. La puerta. Su corazón latía de manera desaforada. Se estaba acercando a la puerta. Hubiera preferido que aquel momento no existiera. Hubiera preferido dejar de existir durante unos minutos. Desaparecer de aquella juguetería y aparecer en su casa. Evitar atravesar aquella puerta, que ya estaba a menos de cinco metros. Si la descubrían, imaginó el escándalo. La vendedora le pediría, con una voz fría, no exenta de satisfacción, que abriera la cartera. Sería totalmente inútil resistir, buscar un pretexto. Sentiría la sangre atascándosele en las mejillas. No. No soportaría ver la cara de aquella vendedora al descubrir al oso en la cartera. ¿Acaso no le dije hace un rato que este oso no estaba en venta? Personal de seguridad. Policía. Aquí tenemos a una clienta que acaba de robar un oso de peluche. Sintió que las piernas le flaqueaban. Dejó de respirar. De pronto vio a la vendedora, a unos pocos metros, custodiando la puerta, con su mirada clavada en su cartera. Se le heló la sangre. Se sintió desfallecer. Aceleró el paso. Al salir de la juguetería, la vendedora le dijo, con una sonrisa, “Buenas tardes”. En lugar de responder “Buenas tardes”, la señora Adler dijo, por culpa de los nervios, “Dragón afónico”.




Autor/Auteur

DIEGO VECCHIO, Buenos Aires, 1969. Reside en Paris desde 1992.

Publicó "Historia calamitatum" (Buenos Aires, Paradiso, 2000), "Egocidio: Macedonio Fernández y la liquidación del yo" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2003), "Microbios" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2006) y "Osos" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2010).

Contacto: dievecchio@gmail.com

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