Archivo de marzo 2013

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Mar
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28 mars: ilusion

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Mar
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26 mars: light snowfall

Sasame-yuki, Light snowfall (The Makioka Sisters)

Yutaka Abe, 1950.

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15 de marzo: una pelea contra la muerte

Una pelea contra la muerte a plazo fijo

El enfant terrible de las letras francesas registró en un libro de 63 páginas el combate “entre la escritura del temor y la disolución del sujeto”. Novelista, fotógrafo y cineasta, murió de sida en París, el 27 de diciembre de 1991.

 Por Silvina Friera

El bárbaro dinamita los lugares comunes. No deja nada en pie en esa guerra sin cuartel contra el tiempo; es un “yo” avasallante, precursor de la llamada “autoficción”. Hervé Guibert, enfant terrible de las letras francesas, consigue que cada línea que escribe –bajo el imperativo de la rabia, el rechazo, el miedo, la impotencia, la enfermedad que avanza inexorable sobre su cuerpo– sea letal y perfecta en un mismo golpe. No es frecuente que esto suceda en un libro de apenas 63 páginas como Citomegalovirus. Diario de hospitalización, publicado por Beatriz Viterbo. “Antes me decían: ‘¡Qué hermosos ojos!’ o ‘¡Qué lindos labios!’. Ahora, las enfermeras me dicen: ‘¡Qué lindas venas!’. Para colmo de males –se leerá después– las enfermeras “cotorrean toda la noche, en voz alta, en la pieza de al lado, sobre problemas de salarios y precios”. La primera entrada arranca el 17 de septiembre. El registro inicial es como una foto “en blanco y negro” que documenta una parte de la materia prima, el cuerpo del propio novelista, fotógrafo y cineasta francés que murió de sida en París, el 27 de diciembre de 1991. “Visión del ojo derecho arruinada. Me cuesta leer”, anota para empezar un combate “entre la escritura del temor y la disolución del sujeto”, como planteó Jean-Pierre Boulé. “¿Cuánto tiempo me queda?”, es la pregunta que está implícita en estos fragmentos que van al hueso de esa pelea que implica la muerte a plazo fijo.

Apenas 22 años tenía Guibert cuando irrumpió con un primer libro, Le mort propagande (1977), en el que trazó la constelación por la que se movería como un pez por el agua de su obra futura y póstuma: textos en primera persona, novelas, diarios, relatos, correspondencia –a veces ilustrados con fotografías de su propia producción–, oscilantes en ese complejo umbral entre la ficción autobiográfica y la literatura. Había nacido en las cercanías de París en 1955; fue amigo de escritores, filósofos y cineastas como Roland Barthes, Michel Foucault, Miquel Barceló, Sophie Calle y Patrice Chéreau, entre otros. Sus libros y su figura estuvieron sumergidos o eclipsados –según como se lo interprete– en esa especie de petrificada nomenclatura de lo “culto” hasta 1984, cuando ganó el César al mejor guión por el film El hombre herido, dirigido por Chéreau. “El sida era una enfermedad maravillosa –escribió–. Y es cierto que yo descubría algo suave y embelesador en su atrocidad; era, por supuesto, una enfermedad inexorable, pero no fulminante, una enfermedad de niveles, una escalera muy larga que conducía evidentemente a la muerte, pero en la que cada peldaño representaba un aprendizaje inigualable; se trataba de una enfermedad que daba tiempo para morir, y que le daba a la muerte tiempo para vivir, tiempo para descubrir el tiempo, y para descubrir por fin la vida, era en cierto modo una genial invención moderna que nos habían transmitido los monos verdes de Africa”. Ese descubrimiento se produjo en 1988, cuando le confirmaron que era portador del VIH.

Nunca le perdonaron a Guibert –o al menos eso parece, si se tiene en cuenta que muy pocos se acuerdan de su obra– hacer pública la causa de la muerte de Foucault en Al amigo que no me salvó la vida –relato en primera persona, como no podía ser de otra manera, de los últimos meses de vida de Musil, inspirado en el filósofo francés–, publicada en 1990 y con la que iniciaría la llamada “Trilogía del sida”, que se completaría con El protocolo compasivo (Le Protocole compassionnel, 1991) y la póstuma El hombre del sombrero rojo (L’Homme au chapeau rouge, 1992). “Una estadía en el hospital es como un viaje muy largo, en que se asiste a un desfile ininterrumpido de personas y rituales, para hacer pasar el tiempo. Ni siquiera hay noche. El hospital es un infierno”, anota en este diario que escribe con la certeza de que podría quedar inconcluso “debido a una falta de ánimo total”. Pero continúa empeñado en una batalla en la que se ensaña hasta con el léxico médico. “No voy a decir que me gustaría quedarme ciego, pero existen situaciones desalentadoras que terminan dándose vuelta como un guante. Es algo que no conozco. Y siempre me ha gustado explorar, a fondo, hasta el límite de lo peor, las situaciones desconocidas”, confiesa en otra entrada.

En Citomegalovirus Guibert transforma la “tortura mental” de esa hospitalización, ese ámbito donde nunca se duerme ni descansa, en “tema de estudio”, en una indagación íntima –no exenta de humor, de ironía– que consigue hacer soportable esa experiencia difícil de verbalizar. Como si al escribir pudiera lanzar hacia un futuro la angustia de esa pregunta que no se formula, pero está todo el tiempo latiendo: “¿Cuánto tiempo me queda?”. La genialidad acaso sea una patraña. Y, sin embargo, a veces el lector puede sentir que está ante un auténtico genio. “Es curioso. Cuando el médico le inflige al paciente un sufrimiento intenso, se crea un sentimiento de amor y de respeto que en mi opinión es recíproco. El sufrimiento tiene algo de sagrado. El médico que hace sufrir y el paciente que sufre se convierten en algo así como amigos o cómplices. Pero por pudor, de eso no se habla.” El enfant terrible no se reserva nada. Antes de dejar el hospital por la internación domiciliaria, el 8 de octubre, anota: “Leo (recién hoy y de casualidad) que el DHPJ, el antiviral que me inyectan todos los días con la perfusión, bloquea de manera irreversible la producción de esperma. Pero qué me importa tener mala leche con tanta mala leche”.

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-27471-2013-01-05.html

02
Mar
13

2 de marzo: Saer de puño y letra

Saer de puño y letra

por Jorge Monteleone

ADN, La nación

En una de las carpetas con papeles sueltos escritos por Juan José Saer en París entre los años sesenta y setenta, recopilados en este segundo volumen de sus Papeles de trabajo, hay un breve ensayo titulado «Literatura y felicidad», acaso escrito alrededor de los treinta años del escritor. En él se recuerda una frase de W. H. Hudson en La tierra purpúrea, que a Borges le gustaba citar y que perfecciona un episodio de la vida del Dr. Johnson, narrada por Boswell: «Inicié muchas veces el estudio de la metafísica, pero siempre fui interrumpido por la felicidad». Esa confesión le permite a Saer argumentar en contra: «Nada más errado que oponer filosofía a felicidad, porque la felicidad es una meditación que relampaguea y se esfuma». No es el humor el síntoma de esa dicha, sino una defensa premeditada contra las injurias de lo exterior o, en el mejor de los casos, un automatismo. En cambio la experiencia de la felicidad es imprevisible y, escribe Saer, «asalta»: en su irrupción, momentánea y, sometida tanto a una convicción como a un abandono y a un hundimiento del sujeto, «se parece a una experiencia estética». Hacia el final del ensayo, Saer agrega que el rasgo más característico de esa experiencia es la familiaridad, «lo contrario del ‘extrañamiento'», porque lleva implícito «el reconocimiento del mundo como el único lugar real, la única morada del hombre».

Lo que subyace a ese aserto es que la experiencia estética supone una felicidad en su ejercicio y recepción que no coincide con aquello que los formalistas, tributarios de las vanguardias modernas, llamaron, precisamente, «extrañamiento»: el arte desfamiliariza lo visible, no mediante un mero reconocimiento de lo percibido, sino como una visión nueva del objeto en su devenir temporal. La modernidad de Saer descree de esa premisa del arte moderno: para él, la familiaridad es inducida por una percepción feliz, intempestiva, y en el arte provoca el canto de lo material como herida del mundo, constatado y reinventado en su imaginario. Todos los lectores de Saer han comprobado que esas epifanías de lo real aparecen en las imágenes de su literatura, cuando el «viento de lo visible» golpea en la cara del que mira, con ávida atención o cuando, distraído en la inconsistencia, el contemplador se sumerge de súbito en la llamada consistente de las cosas. Años después, en su novela póstuma La grande, Saer será aún más preciso, y escribirá que lo extraño del mundo radica en lo inmediato y lo familiar y que «basta una mirada ajena, que a veces puede provenir de nosotros mismos, por fugaz que sea, para revelárnoslo». Saer compone esas fábulas de la felicidad que irrumpe como experiencia estética en algunos textos breves incluidos en sus papeles, que bien pudieron formar parte de dos de sus libros más extraordinarios: en los «Argumentos» de La mayor o, años más tarde, en Lugar. Por ejemplo, «Laureles» o «El manzano». En el primero, Pichón Garay, uno de sus personajes habituales, amigo de otro, Carlos Tomatis («Me llamo Pichón Garay» se incluye en La mayor), tiene una imagen fragmentada de sí mismo, pero luego parece unificado con la memoria de unos laureles, presencias radiosas en el centro del día. En el segundo, el mismo Pichón Garay recibe de un manzano un llamado que lo invita a mirarlo y así tiene un atisbo de plenitud en el universo: «En ese estado, próximo a la felicidad, P. G. creyó comprender o sentir, mejor, si la palabra, todavía es admisible, que el árbol estaba como sostenido por una fuerza que lo englobaba».

El lector de este segundo tomo de Papeles de trabajo: borradores inéditos, tan estimulante y excepcional como el volumen anterior, puede hallar diversas correspondencias como ésta a lo largo del libro. Pero lo novedoso es que, en lugar de situarse ante el texto literario concluido como un resultado que preserva el sentido literario de una experiencia, también puede asistir a su esbozado inicio, a su incipiente huella. A diferencia de varios textos de los papeles anteriores, previos en parte a la radicación en Francia, y en los cuales el joven escritor se afirmaba en su trabajo, incluso con beligerancias -aunque nunca faltarán en todos sus escritos las opiniones contundentes-, los cuantiosos documentos inéditos recopilados aquí corresponden al período de la llegada a Francia de Saer, hasta su muerte acaecida en 2005. Como advierte en el texto «Liminar» el editor Julio Premat -director del equipo de investigación que trabajó con estos materiales durante cinco años-, en el centro de ese largo período 1968-2005 Saer publica su único, fundamental, libro de poemas, El arte de narrar (la primera edición data de 1977) y muchas de sus novelas mayores: Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983) y Glosa (1986). Entonces, apunta Premat, «vemos surgir un escritor seguro de sí, que, si bien acumula notas, ideas y tanteos, cada vez duda menos y funciona de manera más eficaz».

 

No se trata, agregamos, que las tentativas no correspondan a un escritor autosuficiente: antes bien las prodiga, porque la sutileza del arte de Saer, como puede ser comprobado en estos textos, se despliega en los inagotables comienzos registrados, los proyectos, inicios, reflexiones y notas que revelan una aguda, superlativa conciencia literaria (que majestuosamente se despliega en los materiales genéticos y preparatorios de su novela póstuma La grande [2005], en el final del libro). Se trata, en cambio, de que Saer ya no parece hallarse tan atento a las políticas de la literatura como a su constitución misma, a su infinitesimal emergencia textual. Y ésta se vincula menos a la cultura libresca que al acontecimiento, en el cual el azar estalla hacia esas manifestaciones que, reconocidas por una conciencia que naufraga en el tiempo, buscará su forma: «En la ciudad: hacia el oeste, al anochecer, el gran sol circular cercano a la tierra; luz de un rosa químico, vivo y azulado, inhumano y distante, venido de otra parte».

Con un criterio que responde a una decisión del editor -«arbitraria y problemática», según declara- y no a una imposición de materiales tan heterogéneos y numerosos, Premat indica la organización básica del volumen en dos grandes períodos y en tres secciones: por un lado, «los textos corresponden al período de la llegada a Francia (1968) hasta el final de la escritura de Glosa (1986) (Papeles franceses) y desde entonces al fallecimiento del escritor (Últimos papeles)»; por otro lado, las secciones son la de los papeles franceses, la de un segundo «Cuaderno núcleo», que además de los cuadernos de notas incluyen tres libretas de viaje y, en fin, la del «dossier genético» de la novela La grande.

Como un pintor que toma sus esbozos, sus croquis, sus trazos laterales para que algún día, lejano o cercano, lo otro del mundo surja en sus cuadros, Juan José Saer registra, siquiera en una o dos líneas minuciosas, las intermitencias de lo real. No sólo prepara a partir de ellas sus narraciones: son, también, una especie de diario, menos de sucesos vividos que de la pura observación de la existencia, que es, también, autobservación. Lo biográfico estilizado en imagen, conjetura, apunte. A veces, una sola línea nombra lo que acontece: «Entre los autos y las motos, de vez en cuando, precario y pobre, con dos o tres muchachos mal vestidos arriba, un carrito tirado por un caballo». Otras, no hay imagen sino otro modo de articulación en la lengua: el aforismo, que ya no es representativo, sino reflexivo. Si los aforismos no son presunciones o hallazgos estéticos («La tensión narrativa nace del esfuerzo que despliega el estilo para atenuar toda hipérbole») o confesiones francas («Desde mi punto de vista, París es un suburbio de Santa Fe (o de Colastiné Norte)»), pueden ser diatribas («Periodismo, política, literatura: ejercida por Vargas Llosa, cualquier profesión parece despreciable») o agudezas sociales («En la expresión ‘guerra sucia’, el vocablo atenuativo es guerra, contrariamente a lo que quisieron hacernos creer. Guerra mitiga suciedad; y no, como se pretende, ‘sucia’ describe guerra»). Hay también otro tipo de escritos: los elogios a los escritores venerados, como Faulkner o Dostoievski o una conmovedora carta dirigida a Nicolás Rosa para el homenaje a Antonio Di Benedetto en noviembre de 1986 («De todos los inocentes que arrasó la violencia indiscriminada, él fue, por muchas razones, uno de los símbolos, y durante los años que le quedaron de vida, la cifra viviente de ese horror injustificable, que no debemos olvidar ni perdonar»). Hay registros de citas tomadas de múltiples lecturas, refutaciones o acuerdos sobre opiniones ajenas, pero también registros de sueños. Hay intentos de dramaturgia, o bien un largo texto, «Del juego del hombre», cuyo carácter ficcional tiene la fuerza de lo autobiográfico, al remontarse analíticamente al juego de azar por dinero (una vieja obsesión del escritor de carne y hueso y también de su arte, como se lee en la novela Cicatrices, de 1969) y al oscuro sarcasmo de esperar, en el azar, un destino propicio bajo la redención del número.

Como tales inscripciones tienen no poco de bitácora, por su carácter dinámico y pasajero y portátil, una de sus manifestaciones ideales y mejores se halla en la serie «Libretas de viaje», que presenta Sergio Delgado. Esas páginas itinerantes propician en el discurso del decurso las imágenes repentinas de las visiones: «Viaje a Santa Fe. Primeras ‘epifanías’ o ‘iluminaciones’ -seriales, con el tema de la lluvia», pero también la literal suspensión del tiempo en los aviones o los aeropuertos, donde se manifiestan la arbitrariedad de los protocolos sociales y los primitivos llamamientos de lo corporal. Como señaló Delgado, estas notas pueden considerarse en paralelo con fragmentos de la obra narrativa de Saer o con el notable «tratado imaginario» El río sin orillas (1991). De hecho, otra vez, ese diario de una mirada itinerante es un pasaje anticipatorio de la ficción.

¿Por qué, al margen de la grandeza del escritor, estos textos incesantemente fragmentarios e inconclusos, brevísimos e indefinibles, causan tal fascinación? Una respuesta posible está allí mismo: «El arte de la poesía -escribe Saer- consiste en mirar fijamente, sin parpadear, la realidad, hasta que algo, desde su espesor y su noche, muestre, súbitamente, una evidencia. Y el arte de la lectura no difiere del de la poesía más que en el hecho de que el objeto específico que escruta es un libro». Esa dimensión poética, en el inicio mismo de la literatura de Saer y en la recepción de sus lectores, es lo que hace la diferencia. Así como el escritor apuntó en estas libretas, a lo largo de su vida, esos instantes verticales en los que fulgura la evidencia luminosa de un acontecimiento o de un objeto en la espesa noche de lo real, el lector de Saer se desliza en sus textos y de tanto en tanto surge, como una densidad que no se espera, un instante epifánico, donde el objeto imaginado posee una soberanía plena. Esta escansión del suceder es uno de los modos por los cuales Saer narra el tiempo en la forma literaria: en el reverso del transcurrir algo nuevo tiene lugar y allí lo exalta y lo ilumina poéticamente. Entonces, como él afirma, da lo mismo llamarlo percepción o visión.

Lo sabíamos, pero ahora en los Papeles de trabajo conocemos el origen de la experiencia estética de la literatura de Juan José Saer, lo naciente laborioso de su escritura, las dispersas semillas de esos árboles del Paraíso..

http://www.lanacion.com.ar/1558584-saer-el-permanente-arte-de-narrar




Autor/Auteur

DIEGO VECCHIO, Buenos Aires, 1969. Reside en Paris desde 1992.

Publicó "Historia calamitatum" (Buenos Aires, Paradiso, 2000), "Egocidio: Macedonio Fernández y la liquidación del yo" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2003), "Microbios" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2006) y "Osos" (Rosario, Beatriz Viterbo, 2010).

Contacto: dievecchio@gmail.com

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