Una temporada en el infierno
En Citomegalovirus, definido como «diario de hospitalización», Hervé Guibert documenta telegráfica y despojadamente la internación que padeció dos meses antes de su muerte
Por Débora Vázquez | Para LA NACION
Fotógrafo intuitivo e íntimo, cineasta ocasional que raya lo obsceno y crítico inequívoco de la fotografía real (La photo, inéluctablemente) y de la ideal (L’image fantôme), Hervé Guibert (París, 1955-1991) fue un escritor implacable, de esos que no admiten separar vida de ficción, ni tampoco muerte de ficción. El reconocimiento de su VIH en Al amigo que no me salvó la vida -novela en clave que devela la causa verdadera de la muerte de su entrañable mentor Michel Foucault- es una prueba de esto. Otra prueba, menos mediática y controvertida, es la publicación póstuma de Citomegalovirus: diario de hospitalización. Este libro brevísimo, escrito en una clínica de los suburbios, apenas dos meses y medio antes de morir, reúne las anotaciones de Guibert durante las tres semanas que estuvo internado por una infección que hacía peligrar la visión de su ojo derecho. Acaso una «premonición invertida», sugiere supersticioso el propio autor, aludiendo a su novela Des aveugles.
Con un estilo simple y despojado, por momentos casi telegráfico, Citomegalovirus describe con virulencia el mundo hospitalario. El foco no está puesto aquí en la enfermedad -como sí ocurre en lo que se conoce como su trilogía del sida: Al amigo., El protocolo compasivo y L’homme au chapeau rouge- sino en esa estructura de encierro dantesca, o averno foucaultiano en que el paciente, según Guibert, es vigilado y castigado a toda hora. Si bien el uniforme a rayas es trocado por un camisolín azul y la bola de hierro encadenada al tobillo es sustituida por un pie de suero con las ruedas trabadas, Guibert no cree gozar de mejor suerte que los pecadores o los convictos. En el hospital la falta de higiene es rutina y los parámetros de belleza son definitivamente otros: «Antes me decían: ‘¡Qué hermosos ojos!’ o ‘¡Qué lindos labios!’. Ahora me dicen: ‘¡Qué lindas venas!'». Sin embargo, el blanco de su odio -un odio universal equiparable al de su admirado y corrosivo Thomas Bernhard- apunta a las enfermeras. Chismosas, resentidas, torpes o asesinas en ciernes, según la lente de Guibert: «Todas quieren cambiar de profesión».
A pesar del temor que estas «víboras» infligen en el narrador de Citomegalovirus, un temor infantilmente burgués pero no por eso menos digno -«Tengo miedo de que me hagan dormir en sábanas de papel o bajo una frazada de nylon»-, Guibert adopta desde el vamos una actitud insumisa: «Durante la cena, una sola cuchara para el guiso y el queso blanco. Por una cuestión de principio, les pregunto si quieren que se la limpie con la lengua». Como anticipa en las primeras páginas, su libro «ha de ser también un diario de guerra», es decir, un diario tan crudo y refractario a la propaganda como el que redactó Isaak E. Babel -uno de los textos que Guibert lleva a la clínica- a partir de su participación en la guerra civil rusa.
Además de la lectura de Paseos con Robert Walser -un escritor que junto con Hamsun, Handke y Bernhard engrosa las filas de una caprichosa categoría inventada por Guibert, la de «los escritores que nos hacen bien»-, y de la propia escritura que, según el autor, siempre funcionó como «una especie de antidepresivo», la tercera gran aliada del paciente francés durante la hospitalización es la ventana de su cuarto. A través de ella llegan los sonidos del afuera y la luz natural a la que, como todo fotógrafo, es irremediablemente sensible. Al igual que Verlaine cuando escribe desde su celda los versos de «El cielo está por encima del tejado», mirar por la ventana es para Guibert un plan de evasión, la única posibilidad de poesía en aquel ambiente hostil: «Esta mañana, intenté buscar en el cielo nublado acuarelas de Turner y Constable. A veces las hay».
Lo interesante de las anotaciones de Guibert radica en la variedad de su registro, de sus estados de ánimo, y en lo que el cruce de esa variedad provoca. Nada de lo humano parece serle ajeno. Así, la poesía de un cielo de principios de otoño coexiste con la imitación burlona de la jerga médica, con el humor por momentos sórdido, con la apreciación banal -«El lunes es mejor que el domingo en el hospital y en todas partes»- o con la intuición de lo siniestro: «Cuando me enteré de que el citomegalovirus me había atacado un ojo estaba solo en la habitación del hospital ambulatorio y del caño de la calefacción vi salir una araña negra».
El final del libro coincide con la obtención del alta médica y la prescripción de un futuro poco promisorio: una internación domiciliaria. Frente a este nuevo círculo del infierno que deberá transitar, Guibert se pregunta por primera vez si conviene seguir escribiendo o no, seguir viviendo o no. Indecisión retórica o pedido de socorro a la manera de Robert Walser, que apuntaba: «Pluma, si no me asistes, no sé cómo avanzar».
Cada uno de los fragmentos de Citomegalovirus tiene la impronta precipitada y frágil de la fotografía amateur o, mejor aún, la inmediatez e intimidad de aquellas mágicas Polaroids que no requerían de laboratorio. Se podría decir acerca de las anotaciones del diario de Hervé Guibert aquello que él mismo escribió sobre las últimas fotografías de André Kertész en Nueva York: «Utiliza la Polaroid porque a su edad ya no puede esperar el tiempo que tarda un revelado, por temor a que la muerte le arrebate la imagen».
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