CUENTO DE NAVIDAD SOBRE UN CUENTO DE NAVIDAD (por A. Maro)
(dedico este cuento a un hombre que contó mucho en mi vida; era tan peludo que le decía de niña que era un oso y él, que los amaba, me decía que «sí, efectivamente y que por eso era tan fuerte»; dedico este cuento, que no es realmente cuento, a todos los seres peludos de la tierra y en particular a la tribu de los bears)
Unos días antes de Navidad, me entra una melancolía inmensa pues pienso en la pobreza de mi infancia, en el frío que pasaba, pero en aquel entonces no lo sentía como ahora al recordarlo, porque estaba con mi padre, que amaba tanto, mi padre que nos contaba historias y nos hacia reír. Cada año, desde que soy niña, se me ocurren las mismas cosas, me vienen los mismos recuerdos, las mismas ansias y los mismos deseos cuando se acerca Navidad. Esta mañana, cuando me levanté, pensé en el libro que leía y que leo por estos días, desde que lo descubrí, deletreando. No sé ni por qué lo leo porque lo conozco de memoria; no sé por qué se siente la necesidad de releer los mismos libros, por qué de pronto nos entra la locura de leer inmediatamente una novela que debe de estar en tal rincón de la biblioteca y enloquecemos porque no la encontramos y salimos corriendo a comprarla otra vez, porque pudo con nosotros la impaciencia; en fin, quería decirles que esta mañana, cuando me levanté, comprendí por qué había elegido las modalidades de mi suicidio con tanta precisión; no había caído en que era una reescritura de un cuento que me obsesiona y leo todos los años en este período. Aburrida del espectáculo de la vejez espantosa de ese hombre peludo que amaba hasta el delirio, me prometí no esperar tanto como él y decidí determinar yo misma mi partida, el día en que me aburriera la vida y estuviera en condición de darme cuenta de ello : me place la idea de que la Parca no venga a por mí sino que vaya yo a por ella, como se iría a recoger a la estación a una amiga que viene de visita.
Al lado de mi casa hay un sendero muy lindo que sigue los lazos caprichosos del torrente, va trepando hacia las alturas y el bosque, cada vez más oscuro y compacto; de vez en cuando el sendero se aparta del río pero se siguen oyendo sus rugidos; a veces hay que cruzar el río saltando de piedra en piedra : qué alegría me da siempre; es un río de montaña bastante salvaje que se llama en viejo dialecto montañés “La Roize”, es decir,»la rabia». Decidí irme por ese sendero un día de temporal con nieve cerrada, cierzo y helada; me iré al atardecer cuando el aire se vuelva azulete, vestida bastante ligera, sin botas pero con un pañuelo en la cabeza; cuando me haya adentrado lo suficiente para que nadie me moleste, me tumbaré contra un árbol, en un rincón que me guste y esperaré pensando en los que amo…Alguien a quien le cuento esto me dice que «no debo amarlos tanto cuando me voy por ese sendero», lo que me da risa y alguna amargura; me iré durmiendo a pesar de los temblores de mi cuerpo poco a poco entumecido; luego me encontrarán, a la mañana, medio sepultada bajo la nieve con una sonrisa en los labios; la gente que se muere de frío queda risueña; me lo dijo mi padre en una velada de nochebuena.
Cuando era niña, mi hermano me trajo los cuentos de Andersen para las fiestas y una historia, en particular, me dejó en un estado de confusión inmensa; en casa no creíamos en nada y la palabra «Dios» la oía en boca de mi padre cuando se cagaba en él y en la puta virgen; un día quise imitarlo y dije una barbaridad sobre el «copón santo», en parte porque no sabia qué era ese «copón» y mi madre me pegó. Creo que comprendí ese día los misterios y la complejidad del pensamiento humano; no sabía quien era ese «Dios» pero sentía que mi padre ajustaba cuentas con él, que había un grave litigio entre los dos. Cuando acabé «La vendedora de fósforos» me sentí muy desorientada, porque se iba con su abuela «al reino de los cielos»…Ver cómo aparecían los manjares y cómo el pavo asado saltaba de la mesa del banquete, con el cuchillo clavado en la pechuga, hasta la calle me parecía natural. Ver cómo al encender un fósforo se imaginaba la niña, arropadita delante de la buena chimenea de una mansión no me extrañaba. Pero que una abuela muerta viniera a tomarla en sus brazos para llevarla hasta el «trono de Dios» (¿y qué era eso, eh?) me parecía algo incomprensible, una herejía, una vergüenza, algo supino… Fui a interrogar a mi padre porque nunca soporté no entender las cosas; lo veo como si fuera hoy; estaba leyendo el periódico y me dijo : «Eso del trono de Dios es una tontería porque Dios no existe. Solo cree en él la pobre gente que imagina cosas que no tienen sentido, aguantando así injusticias que no deberían aguantar, es una invención para que se quede quieta la gente»; pero no me desengañó diciéndome que el pavo y la chimenea tampoco eran posibles. La imaginación no era para mi padre un desvarío.
La primera lectura de» La vendedora de fósforos» coincidió con un cuento de navidad de mi padre. En la velada de Nochebuena, nos contó que cuando estaba preso en un campo de concentración, esa noche, estaban él y sus compañeros acurrucados, durmiendo por el suelo, pegados los unos a los otros para no morirse de frío y casi sin comer. En la barraca en donde estaban los guardias y el jefe del batallón estaban festejando todos alegremente, comiendo y bebiendo; ya les habían venido a las narices olores insoportables de asados; a altas horas de la noche oían como los villancicos se volvían pastosos; de pronto, se hizo el silencio y pensaron que por fin podrían dormirse y distraer la angustia de estarse ahí muertos de hambre y de frío, lejos de sus casas, en donde estaban sus familias tristes, por su culpa, por su culpa, por su culpa, recordándolos. Estas familias arruinadas habían mandado, con mil sacrificios y ahorros, paquetes con embutidos, roscas de anís (que habían perfumado la carta familiar que «por suerte» decía papá no le tiraban siempre; como mi abuela era lista y conocía el alma humana ponía en el paquete algún jersey de lana que sabia que no le iban a robar, porque había cosido en el pecho un corazón de Jesús sobre las iniciales bordadas de su hijo, corazón de Jesús que mi padre luego cambiaba por un trozo de pan), algún turrón que se estaba comiendo la soldadesca que ya unos días antes le había dicho burlona a cada preso : «Eh, oye tú, ¡¡¡cuando le escribas a tu madre dile que todo estaba riquísimo y que hubiera tenido que mandar más!!!» En fin, que el silencio se hizo pero por desgracia no duró, pues llegaron varios soldados y a culatazos despertaron a los presos haciéndose un camino hasta un pobre chico, que se llamaba Quesada. Lo eligieron a él porque decían que era maricón.Yo no sabía qué significaba esta palabra. Pero comprendí confusamente de qué se trataba. Era un chico suave, paciente, que odiaba la violencia y jamás protestaba. Se divertían con él. Los soldados lo llevaron hasta el río, que quedaba al pie del caserón donde dormían: estaba completamente helado, cuajado, pues en aquella provincia las temperaturas son bajísimas en invierno. Le dijeron que cavara un hoyo en medio del río, y se rieron viendo como se resbalaba y se caía. El pobre chico abrió un agujero con el mismo pico con el que picaba piedras durante el día y se metió dentro, en fin, lo echaron a empellones…
Era una de las ocurrencias del jefe de batallón. Cuando estaba borracho, le entraba nostalgia y para alegrarse se la tomaba con un preso. Le daba gracia ver al preso con tembleques, carcajeándose, muerto de risa porque cuando uno se muere de frío, la boca tiene un rictus que se parece a la risa : es muy gracioso. Como tardaba en morirse y tenían frío, se volvieron a la barraca y se olvidaron de él; mientras se moría durante la nochebuena sus compañeros lo oían que decía con una voz que tiritaba, pero que se mantenía bastante firme para ser audible, una voz de vivo que sabe que se está muriendo : «Cadalso, me cago en tus muertos, me cago en tus muertos». Hubiera podido maldecirlo a él pero prefirió cagarse en sus muertos porque lo más sagrado que tienen los españoles son los muertos y las madres; los gitanos entre sus maldiciones dicen :»que te veas enterrando a tu gente». El jefe de batallón se llamaba Cadalso…Qué ironía tiene a veces el destino.
Al día siguiente los sacaron a todos a patadas mientras dormían, rendidos, con esa pesadilla de la voz que se apagó en la madrugada y los llevaron a la misa. El cura les recordó una vez más que eran unos rojos asesinos que irían al infierno y que se metieran en la cabeza que acababa de nacer el Redentor, que esa noche del 24 era noche de paz. Un preso murmullo al lado de mi padre :»si, sobre todo para el pobre Quesada.» Desde entonces hago una confusión entre ese cuento de mi padre y el cuento de Andersen…
Estos días me viene a rondar la vendedora de fósforos y el pobre Quesada que se murió cagándose en los muertos de un verdugo. Y quiero hacerme un regalo : cumplir uno de mis sueños; creo que si leí tanto ese cuento fue porque pensaba que los libros son mágicos y tenía la esperanza que por algún artificio sería diferente el final…Que una mano invisible y generosa lo habría cambiado. Sueño desde siempre que Andersen vuelve y cambia el curso de la historia y como tarda en llegar, para esta Navidad, decido, sin esperar más, para todos ustedes, para los osos peludos, para mí, que la niña de los fósforos no se muere y tiene un final feliz. Y que ya que el reino de los cielos no existe, vivimos por fin en un reino de la tierra.
Que esta nochebuena, miles de estrellas tracen líneas de fuego en sus ojos…